Caminó hasta la estación de ómnibus, pensando en la vida, en las cosas buenas y malas, aquellas que la hicieron crecer y que, como tal, dolieron demasiado.
Sus pupilas dilatadas de escribir y su corazón inmenso de amor, todo lo que desea lo tiene, todo lo que la imaginó, poco a poco es alcanzado.
Siente agotamiento, su jornada de trabajo ha sido extenuante y debe continuar estudiando en las siguientes horas. Sin embargo, y como todo ser humano, tiene sus problemas.
Sin embargo, acelera el paso y llega a su lugar de siempre: el escalón de la terminal de ómnibus. Allí se sienta, levanta su cabeza y lo mira a él.
Como todos los días, se saludan, sonríen y se hacen compañía, sólo por unos minutos.
Él abre las puertas de los taxis y ella es simplemente su amiga. Hoy le regaló un caramelo y la sonrisa del joven muchacho estimuló el corazón de ella.
Charlan y se rien, ella espera su colectivo y, mientras tanto, abre alguna que otra puerta: recibe alguna que otra moneda.
Él le cuenta que hoy junta más que nunca porque debe abonar el impuesto de su moto; en tiempos actuales, acumular 14 pesos le suena algo engorroso. Ella le dice que una vez más tiene que gastar su dinero en pasajes de colectivo. Ambos son luchadores, pero desde afuera se los mira mal.
Él es torpe, grita, habla a las carcajadas y su color de piel hace que la detestable gente lo observe de reojo. Ella lo sigue mientras él barre el suelo y recoge basura; ella le cuenta su día, en medios de risas y enojos.
Para ellos sus mundos son iguales, ni la diferencia de piel, ni los estilos de vida o la diferencia de sueldo los hacen distintos. Ellos esperan que lleguen las cuatro de la tarde del día siguiente para conversar, reirse y compartir un instante de amistad.
La sociedad los mira, ella es rubia de ojos verdes, él es morocho y habla mal; en realidad, esos son las características que atribuyen los de alrededor. Ambos son felices cuando charlan.
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